La Llorona
Las sombras de la noche ayudaban a crear la imagen incierta del fantasma y aunque muchos creían ver la
túnica blanca y el rostro oculto de la llorona, se asombraban al descubrirla de botas altas, pollera ancha y
apretado saco con capucha que no alcanzaba a esconder los cabellos rubios y revueltos y muchas veces el
rostro desencajado, siniestro, de una persona que sufre mucho.
Aunque muchos lo pensaban, nadie se atrevía a comentarlo, pero la llorona tenía rasgos familiares y por
más que se empeñaban en adjudicarle identidad, no acertaban a encontrar la persona que parecía
representar esta imagen tétrica de la locura.
Apareció apenas entrado el sol vagando por la ruta, en el tramo que va de Santa Emilia a Venado Tuerto.
Muchos camioneros o automovilistas debieron esquivarla en su trayecto y más de uno sintió deseos de
parar ante aquella mano extendida que pedía ayuda. Pero ¿Quién se anima a detener el vehículo de noche,
en zona desconocida? ¿Y si después aparece el resto de la banda?... Quién no ha pensado algo así cuando
se enfrenta con alguien que hace señas en el camino.
Los chacareros llegaron al día siguiente con la noticia que pronto se desparramó por el pueblo: "Anoche
apareció la llorona". Y en cada lugar se suscitaba el comentario: en el banco, en la carnicería, en la
farmacia, entre los chicos que jugaban, y entre las vecinas que salían a barrer las veredas o hacer los
mandados. Hasta la policía se enteraba de los detalles. Se hicieron tan seguidas las apariciones de la
llorona que Don Cabrera, el comisario, decidió tomar parte del asunto y comenzó a patrullar los lugares
que frecuentaba. Pero cuando iba hacia Venado Tuerto se la veía en Chapuy, y cuando se dirigía a
Chapuy visitaba Santa Emilia, y así, como queriendo despistar a la autoridad que con su destartalado Ford
Falcon y tres hombres apenas armados, quería esclarecer el hecho.
Cansado de esta lucha infructuosa, Don Cabrera pidió refuerzos a Melincué y el jefe de policía
departamental le asignó tres patrulleros tripulados por agentes bien adiestrados y comenzó el operativo
"llorona" en una noche húmeda de fines de febrero.
Como respondiendo a ello, la llorona empezó a hacer de las suyas. Una noche degolló quince chanchos de
un establecimiento. A los pocos días encontraron diez corderos desangrados en la laguna. En el antiguo
matadero incendió un monte. Y todos contaban que en la noche del hecho habían escuchado un llanto de
mujer.
Hasta que la última noche de carnaval, cuando el cielo se aclaraba con la luz de la luna, el cerco policial se
apretaba en torno a la llorona y justo cuando se iba a ocultar en el monte de la estación, la mano fuerte de
un hombre uniformado le cerró el camino. Luchó por desasirse pero no pudo y cayó al suelo removiendo
la hojarasca.
El agente, queriendo levantarla la tomó por los hombros y en un sacudón, hizo que la capucha descubriera
la cabeza que al perder la peluca dejó ver el cabello negro de un hombre joven.
Llegaron los demás policías y ante los ojos asombrados de todos, el malhechor empezó a llorar en serio. Cuando revisaron sus ropas encontraron un grabador y cintas grabadas con llantos.
Era un muchacho de la zona, conocido por su enfermedad mental y al que se creía viviendo en Rosario.
Las casas donde había hecho daño eran de gente con las que trabajara años atrás, quienes de un modo u
otro lo habían perjudicado.
Desde entonces, cuando en mi pueblo se habla de lloronas, todos recuerdan al pobre Lito, que llora
encerrado.
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